jueves, 4 de agosto de 2005

Pervivencia del Estado en la España constitucional

POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS

ABC

... El Estado no es hoy, en consecuencia, sustituible. El reto no es, por ello, su defenestración, sino ser capaces de conformar su perfil, definir sus cometidos y optimizar su eficiencia...

LOS tiempos presentes no son el mejor momento para la reivindicación del Estado. Quedan lejanas las formulaciones -de Maquiavelo a Bodino-, que no sólo buscaban la justificación de esta entonces nueva forma de organización política, sino que ensalzaban sus ventajas frente a las realidades políticas de la Antigüedad, la polis griega y la civitas romana, y el Imperio medieval. Incluso las construcciones clásicas, desde el absolutismo, como en Hobbes, hasta las liberales o radicales, de Locke o Rousseau, son interpretadas de manera desconfiada. Ocurre que a los horrendos excesos totalitarios del siglo pasado -el «Holocausto» del nacionalsocialismo alemán, el dirigismo cultural del «Libro del Estado» del fascismo italiano y el «Gulag» del comunismo stalinista- ha seguido el auge de ciertos movimientos que auspician el desmantelamiento del Estado en beneficio de una sacrosanta sociedad civil. Para llegarse, por sus defensores más conspicuos, a atisbar alternativos modelos de organización, a reclamar la superación de las categorías estatales y a pedir su sustitución por otra ordenación de la vida pública.

Pues bien, en este contexto adverso, me gustaría romper una lanza a favor de la indispensable pervivencia del Estado. Nadie me tiene que convencer, pues no es necesario, de la efectividad de los postulados liberales o descentralizadores en las sociedades modernas, pero de ahí a impulsar la aniquilación nihilista de todo lo que lleve el marchamo de Estado, hay un salto, no sólo lógico, que también, sino social y político que no puedo compartir. Así, por ejemplo, y aunque es verdad que no corren los mejores tiempos para la Constitución europea, tras la negativa de los referenda en Francia y Holanda, su artículo 1 dispone con claridad que «La presente Constitución, que nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa...».

Y de aquí mi satisfacción por el último libro de Francis Fukuyama, La construcción del Estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI, donde se ponen al descubierto los desaciertos de una política de demolición sistemática del Estado. Se ha pasado con ligereza de un deseable adelgazamiento de las dimensiones de un Estado hipertrofiado, a la constatación de una peligrosa debilidad estructural. ¡Y es que es más importante la construcción de la idea de Estado de Derecho en el desarrollo de la economía de mercado, que las políticas propias de privatización! El modelo a seguir se encontraría así a medio camino entre los excesos ineficaces de un mal entendido Estado del Bienestar y un desacertado liberalismo radicalizado.

La razón es obvia: el Estado sigue siendo necesario. El Estado, y no otra pretendida entidad política, permanece velando en un Estado de Derecho por la seguridad y libertad personal. ¡Qué más se puede pedir! Pero es que además, el progreso económico no es factible -los países de África e Iberoamérica así lo atestiguan- sin un Estado que sirva de esqueleto sustentador; que dote a la sociedad civil de una infraestructura institucional, que permita el afianzamiento de la economía de mercado, que aborde la educación, que haga real la igualdad de oportunidades y que garantice sus derechos más básicos.

El Estado no es hoy, en consecuencia, sustituible. El reto no es, por ello, su defenestración, sino ser capaces de conformar su perfil, definir sus cometidos y optimizar su eficiencia. Las incontrovertibles reivindicaciones de mantenimiento del orden y de la seguridad pública, de respeto ineludible al principio de legalidad, de innegociable calidad en la gestión de las Administraciones, de una ambicionable reforma de la justicia, de inaplazables revisiones fiscales más integrales, de democrático impulso de la participación ciudadana y de consecución de mejores cotas de justicia social, sólo son posibles desde la acción, vigilante o transformadora, del Estado. Todos hemos tenido ocasión de vislumbrar las amenazas que acechan a Estados débiles o fragmentados. Me refiero a la extensión de los conflictos sociales, a la desvertebración política, al quebranto económico de los pueblos desgobernados, al auge de la corrupción política, a la lacra del terrorismo internacional -tan próxima tras la barbarie del pasado 7 de julio en Londres-, a la violación de los derechos fundamentales, a los altos niveles de analfabetismo, etc.

Y si esto es así con carácter general, también algo debe decirse, aunque el contexto es obviamente muy otro, respecto de la conveniencia de preservar un mínimum de Estado, en el sentido estricto del término, pues las Autonomías, aunque se olvide, también forman parte de él, en la España constitucional. Una España constitucional asentada en la Nación española, la única que reconoce la Constitución de 1978, y organizada políticamente desde hace más de quinientos años sobre un único Estado: el Estado español. Es cierta, nadie lo discute, la profunda transformación habida en los últimos años -el Estado de las Autonomías- que ha puesto fin, con el generoso reconocimiento de las diferentes «nacionalidades y regiones que la integran» (artículo 2 de la Constitución española), a un exacerbado y triste centralismo autoritario. Pero un proceso, claro está, que se ha erigido sobre la creciente asunción de competencias por las Comunidades Autónomas en detrimento de las hasta hace poco absolutas e intangibles potestades del Estado.

Un Estado que resguarde la continuidad de nuestros valores compartidos y de una cohesión nacional en materias como la política internacional, el modelo educativo, la organización judicial, el sistema sanitario y el orden fiscal. Un Estado que tutele el principio de unidad jurídico y económico imprescindible. Un Estado que ampare la igualdad de derechos y deberes en todo el territorio nacional. Un Estado que asegure unas prestaciones sociales comunes. Un Estado, en fin, capaz de respaldar una política de coordinación y solidaridad interterritorial entre los pueblos de España (Preámbulo y artículo 2 de la Constitución). Unas reflexiones que resultan ineludibles tras el rechazo hace unos meses por el Congreso del secesionista Plan Ibarretxe, la llegada a la Cámara Baja de la reforma del Estatuto de la Comunidad Valenciana y la preocupante discusión de la reforma estatutaria en Catalunya.

Algo que en la España constitucional hemos de resguardar dado el proceso de descentralización y la salvaguardia de unos referentes coparticipados e integradores. Cuidado, ahora en pleno debate estatutario, con modelos de financiación insolidarios, con ficticios derechos históricos para desplegar inconfesables políticas, con un fraudulento uso del artículo 150. 2 de la Constitución para vaciar de competencias al Estado, con la modificación directa de leyes orgánicas o con el blindaje y atribución de falsas competencias excluyentes. Sin olvidar su peligroso desmantelamiento, en este caso desde el propio Estado, a través de la promulgación de desordenadas leyes sectoriales en materias de educación, justicia, función pública o hacienda.

En palabras de Nicolás Maquiavelo, quién mejor para referirse a lo stato, «si se conocen anticipadamente los males que pueden después manifestarse... quedan curados muy pronto».

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