viernes, 10 de noviembre de 2006

El ejemplo del Rey en Iberoamérica

ABC

LA XVI Cumbre Iberoamericana que se acaba de clausurar en Montevideo no pasará a la historia por su brillantez. Bien al contrario, en esta ocasión, como en ninguna otra, se han escuchado críticas generalizadas poniendo en duda incluso la necesidad de su continuidad, o al menos de su frecuencia anual. El gesto de crear una secretaría permanente, que ocupa precisamente el uruguayo Enrique Iglesias, no ha tenido los efectos dinamizadores esperados, y las grandes divisiones políticas en el continente americano han bloqueado el foro, sin que la diplomacia española haya sabido imponer su presencia para orientarlo hacia posiciones constructivas. El hecho de tener un Gobierno que ha dejado de reivindicar para sí mismo las virtudes de la transición política y de la Constitución de 1979, que eran el ejemplo a seguir por muchos países, debilita profundamente cualquier aspiración -si la hubiera- de liderar una corriente política coherente entre este grupo de países, del que también formamos parte.

Que Argentina y Uruguay hayan suscitado una mediación del Rey de España en el conflicto fronterizo que desde hace dos años enrarece sus relaciones es precisamente la demostración de que son aquellos valores del consenso y la cautela que tan bien representa Su Majestad los más apreciados símbolos de España en Iberoamérica. La apelación a la figura del Monarca por parte de dos países iberoamericanos constituye la prueba de que sigue siendo apreciada como el símbolo de una política integradora y generosa.
Tanto Argentina como Uruguay recibieron a los Reyes de España por primera vez cuando las dos naciones aún se encontraban bajo la tiranía de las respectivas dictaduras militares, y en ambos casos la presencia de Don Juan Carlos fue una señal clara de apoyo a la democracia y a las libertades de las que ya gozábamos en España. Es aquel prestigio al que un cuarto de siglo más tarde Buenos Aires y Montevideo apelan para intentar resolver sus diferencias.
La discusión entre los dos países se ha enquistado demasiado y ha pasado de los factores técnico-jurídicos a los criterios simples, basados en el nacionalismo. El trabajo de ayudar a encontrar una solución no será fácil, pero en estos momentos contribuir a ello es sin duda la mejor señal de cordialidad que se puede tener con los dos países, con los que tantos intereses nos unen. El Gobierno debe colaborar en esta delicada misión con el realismo y la sensatez que probablemente le han faltado en otras de las empresas donde en esta legislatura el presidente Zapatero ha comprometido su prestigio. Si, de paso, esto le sirve para reflexionar sobre el auténtico valor de la parte más fructífera de nuestra propia historia, tanto mejor para todos.

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