domingo, 11 de febrero de 2007

Reválida para una Princesa

EN aquella casa de la urbanización playera, vamos a poner Sotogrande para no dar pistas, había ese silencio que sólo existe en las casas de los ricos. En aquella casa de la urbanización playera, vamos a poner Guadalmina para despistar, había ese silencio centroeuropeo que da el dinero. La dueña de la casa había invitado a cenita simpática a un grupo de amigos. Estaban ya en el café y el menta poleo de la terraza de blancos butacones. Copas y charlita. Salieron a relucir, cómo no, los Príncipes de Asturias. Los presentes eran de la pretendida antigua observancia monárquica, pero de la secta de los que largan. Para abreviar: de los que les pareció mal en su momento que el Rey legalizara el PCE. Pusieron a Doña Letizia como se suelen: como no quieran dueñas. Y del Príncipe, ni te cuento lo que largaron.
Estaba en la tertulieta, café y habano encendido, jamando partida, un viejo monárquico. De los de Estoril. De los viejos liberales del Conde de Barcelona. Tratábase de un notario jubilado de Madrid, que durante la cena había dado un recital de ingenio y agudeza, dominador de ese bien ya casi tan escaso como el agua que es el arte de la conversación. Su brillante locuacidad en la mesa se había trocado en mutismo evidente y patente durante los cruces de invectivas, chistes de Sabina y mal gusto, y cuchufletas varias contra la Princesa de Asturias.
Al verlo tan callado, la dueña de la casa trató de sonsacarlo:
-Hay que ver lo callado que te has quedado de pronto -le dijo-, con lo ocurrente que has estado en la cena. Que queremos saber tu opinión: a ti, ¿qué te parece Letizia?
Y el viejo monárquico, muy serio, sentenció:
-Pues me parece que Doña Letizia es la Princesa de Asturias y punto.
Se hizo inmediatamente un silencio de culpabilidad. Un silencio de casa rica, rica, rica. Y empezaron a hablar del tiempo y de las cenitas simpáticas que quedaban en otras casas de amigos para las venideras noches bajo las estrellas.
Aparte de un señor, el notario jubilado de Madrid, al que recuerdo en aquella ejemplar lección de lealtad a la Institución con una sola frase, se me aparece ahora como un adivino. En los recientes y dolorosos acontecimientos de la trágica muerte de «su hermana pequeña», a muchos nos ha parecido lo mismo que al jubilado notario, monárquico de Estoril: que Doña Letizia es la Princesa de Asturias. Bastante Princesa de Asturias. Ha superado la reválida cíclica y permanente a que en España sometemos a las personas reales. Hay republicanotes que dicen que es mejor elegir un presidente cada cierto número de años, compareciendo en las urnas. Hasta frente a ese argumento sale triunfante la Institución Monárquica: a los Reyes, los Príncipes y las Infantas se les exige un mayor control de calidad. Tienen que pasar la ITV cada día, comparecer a cada instante ante las urnas de la opinión pública. En la España que se proclama mayoritamente «juancarlista», del Rey abajo todos los miembros de la Real Familia han de aprobar cada día la selectividad. Su Majestad, como sacó «cum laude» en el discurso televisado con que paró el 23-F, tiene ya aprobado por curso. Pero a los Príncipes de Asturias se les exige que superen la selectividad diaria. Doña Letizia ha superado ahora, y a qué precio de dolor, su reválida de Princesa de Asturias. Desde la muerte de Lady Di, al pueblo republicanote y juancarlista le encanta que sus Reyes se peguen unas pechadas de llorar importantes, que sean humanos, «como nosotros». Se exige que el solemne distanciamiento de la magia de la Monarquía sea sustituido por la identificación y cercanía con el pueblo. A los Reyes, que antes eran educados para no expresar sus sentimientos en público, ahora se les exige que salten al corear el gol de la selección de fútbol; que se rompan las manos aplaudiendo; que besuqueen y abracen a los artistas. Que lloren. Que no sean como los Reyes siempre fueron, sino como nosotros queremos que sean. Doña Letizia se ha aprendido tan bien su oficio a la española y aprobado con tan buena nota esta reválida del dolor, que nos ha hecho ver, en vivo y en directo, las mismas lágrimas de Doña Sofía cuando el Yakolev o el 11-M. Como el viejo notario monárquico, cada vez tengo más claro que Doña Letizia es la Princesa de Asturias. Y punto.

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