martes, 20 de noviembre de 2007

El Rey se desgasta (y por cierto, bien)

DARÍO VALCÁRCEL
ABC

Si hubiera callado, muchos españoles lamentarían hoy el silencio del Rey. ¿Callar, aceptar? ¿Cuál sería el debate, pro y contra, en el restringido círculo, Rodríguez Zapatero, Moratinos, el secretario de la Casa, el propio Rey, responsable de medir la salida, meramente binaria, de la trampa? El Rey se dirige al presidente de Venezuela, cinco palabras, para pedir respeto al turno español (Rodríguez Zapatero era interrumpido una y otra vez por el presidente venezolano). Espere usted, aguarde su turno… Inútil. Hablara o no el Rey habría cometido un error, según los observadores hostiles. ¿No es excesivo? Juan Carlos I es un reflexivo jefe de Estado. Pero la vida obliga a veces al cálculo instantáneo. Hugo Chávez no contestó a la pregunta del Rey, nada interrogativa. Esperó tres días para decir, con un extraño tono, como de matón de barra de bar, Ah, menos mal que no le oí... si llego a oírle, le respondo le contesto allí mismo… Etcétera.

En 1998 dejamos constancia del respeto inspirado de muchos españoles por el democrático desembarco de Chávez en el poder. Hoy, la reforma de la Constitución parece más que sospechosa. Pero no escribimos hoy sobre el futuro. Es el pasado español, el siglo anterior, lo que nos interesa. No entramos, por eso, en el precio del barril ni en la estabilidad del militar-presidente, quizá fragilizado por sus tres millones de barriles diarios.

El profesor Santos Juliá escribía el 17 de noviembre sobre el Rey. Juliá es uno de los republicanos más reflexivos y civilizados de España, académico ejemplar. Por eso a algunos lectores nos pareció destemplado el tono de su artículo de El País, incomprensiblemente irónico (Rey taumaturgo, quizá en homenaje a Marc Bloch, resistente fusilado por la Gestapo en 1944). Al comienzar la transición, 1976, el Rey hablaba en Washington, ante el Congreso: «La monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantenga en España la paz social y la estabilidad política»... y añadía: «Según los deseos libremente expresados del pueblo español».

José María Areilza era ministro de Asuntos Exteriores. Antiguo embajador de Franco, rupturista desde 1964, abogaba por una transformación radical de la derecha española hacia la democracia. El padre del Rey, quizá desconocido por historiadores incompetentes, ha llenado 35 años con su resistencia al general Franco: exiliado, insistió tozudamente, inteligentemente, en la única Monarquía posible. La Corona había de promover la reconciliación de los españoles, cruelmente divididos por la guerra de 1936. La institución monárquica no proponía la democracia como salida sino como solución pactada al gran problemas español, la división de la guerra civil. Estos principios no se defendían en nuestros días, sino en tiempos distintos. En 1941, Don Juan hacía sus (en el exterior) resonantes declaraciones a The Observer, gran semanario británico. Hitler había conquistado casi toda Europa continental. Franco mandaba al frente ruso la División Azul. Roosevelt esquivaba a Churchill, empeñado en empujarle a la guerra. Don Juan tenía 28 años. El Rey, su hijo, va a cumplir 70. El agua ha corrido bajo los puentes. No se puede presentar al Rey como mero nieto de Alfonso XIII. Como si su padre no hubiera existido. Como si la república, la guerra civil, la dictadura de los años de plomo no hubieran pasado por la historia. Don Juan navegó como pudo, con carlistas y liberales, nacionalistas y socialistas. Con muchos, muchísimos franquistas, a bordo, frecuentemente encubiertos. Pero mantuvo la dignidad de la institución heredada de Alfonso XIII y se fue al otro mundo, creemos, si no con tranquilidad (los jóvenes a la maniobra, los mayores al timón) con una sensación no del todo mala sobre su propio deber. Estas frases pueden parecer huecas a algunos lectores, otros sin embargo saben que no lo son. Don Juan aguantó no sólo aquel terrible tirón sino otros muchos: en el plano personal (una hija ciega, un hijo muerto en accidente, una tensión casi contínua entre el dictador y él, un hombre bastante internacional, bastante culto, extraordinariamente avisado y cumplidor de su deber). Decidido a aguantar, aguantar y aguantar, solo con su herencia histórica, que el general, sin embargo, no le podría quitar.

En las largas conversaciones de Estoril Don Juan se reía, necesitaba reirse. Explicaba cómo dos trasabuelos, padre e hijo, Carlos VII y Luis XI, habían conseguido por fin la unidad de Francia entre 1420 y 1480 (Carlos VII, decía Mitterrand, presidente entonces, el más grande de los franceses modernos). Volvía una vez y otra sobre Luis XI, aquel hombre feo, pequeño, algo jorobado pero extremadamente capaz, cabalgando sin cesar por Turena y Aquitania. Eran tiempos difíciles, ironizaba Don Juan. Perdón, volvamos: un Rey constitucional no debe entrar en un debate como el de Chávez y Rodríguez Zapatero. Pero se trataba de un caso extremo, en el que se jugaba, perdonen, el nombre de España. El Rey creyó, certera o equivocadamente, que su deber era salir a la palestra, por mucho que pudiera ser el desgaste.

Juan Carlos I es nieto de Alfonso XIII. Pero es hijo del Conde de Barcelona, el hijo de Alfonso XIII, heredero de sus derechos, padre de Juan Carlos I. Una cosa es el exilio, otra la clandestinidad. Don Juan no hizo ruido, pero —perdón por usar el devaluado verbo— reclamó a Franco el reconocimiento de la línea legítima, sucesora de Alfonso XIII: y lo consiguió. Antes del fin de la Segunda Guerra mundial supo probablemente que no reinaría. Pero defendió la inequívoca juridicidad de su dinastía. Y al defender su deber defendía también los derechos de su hijo, su nieto…

No puede hacerse la historia a saltos. No dirijimos este reproche al profesor Juliá, más joven que el firmante de estas notas y sin embargo maestro. No debemos borrar, diría un francés, grandes paneles de la historia, años de resistencia moral, también física. Para no pocos europeos, este extraño Rey, que fue Rey y no reinó, consiguió forzar la mano de Franco, contra lo que se escribe en la historia banal, hasta lograr que su hijo fuera investido. Investido por unas Cortes ficticias, poco o nada respetadas, pero investido. Se vuelve como se puede, escribía un legitimista francés, La Tour, en 1880. En julio de 1969 Franco estaba enfermo, desinteresado de casi todo, excepto del Real Madrid en televisión (blanco y negro). El general había perdido su fría condición, furia terrible.

En julio de 1969 tres astronautas americanos, Armstrong, Collins y Aldrin, desembarcaban en la Luna. Recordamos algunas palabras, no muchas, del comunicado del Conde de Barcelona, difundido en la prensa europea y americana, prohibidas (en 1969) en España: Sigo creyendo necesaria la pacífica evolución del sistema vigente hacia rumbos de apertura y convivencia democrática, única garantía de un futuro estable para nuestra patria… Durante los últimos treinta años me he dirigido a los españoles para exponerles lo que considero esencial en la futura Monarquía: que el Rey lo sea de todos los españoles, presidiendo un estado de derecho. Que la Institución funcionara como instrumento de la política nacional al servicio del pueblo, por encima y al margen de los grupos y sectores que componen el país. Y junto a ello, la representación popular, la voluntad nacional presente en todos los órganos de la vida pública, la sociedad manifestándose libremente en los cauces establecidos de opinión; la garantía integral de las libertades colectivas e individuales, alcanzando con ello el nivel de Europa occidental, de la que España forma parte… Son palabras que hoy pueden parecer aparentes lugares comunes. Pero tenían entonces una inexplicable potencia. Eran una bomba pacífica, una bomba de inteligencia y sentido común. El proceso se aceleró de modo imparable. Han pasado 38 años. Quizá no sea inútil recordar a Don Juan de Borbón. Nacido en La Granja de San Ildefonso, Segovia. Exiliado desde los 17 años. Oficial de la marina de Su Majestad británica, con vigencia de su nacionalidad española, excepción de 1932. Exiliado hasta 1977. Regresado a España para renunciar a favor de su hijo, el actual Rey. Muerto de cáncer en Pamplona, España, a los 79 años.

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