domingo, 15 de noviembre de 2009

Historia de España en el siglo XX: La decisión del Rey

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El País publica un extracto del libro de Julián Casanova y Carlos Gil Andrés, "Historia de España en el siglo XX" (Editorial Ariel), en el que se profundiza sobre nuestro pasado más reciente.

En este extracto se analiza el primer día de reinado de Don Juan Carlos aún con el General Franco corpore in sepulcro en la capilla ardiente en el Palacio Real.

A las 12 horas y 35 minutos del 22 de noviembre de 1975, los acordes del himno nacional anunciaron la entrada del príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, vestido con el uniforme de capitán general, en el hemiciclo de las Cortes. En su interior, puestos en pie, le esperaban los miembros del Gobierno, los procuradores y consejeros nacionales y los invitados que llenaban la tribuna superior. Después de ocupar el sitio de honor dispuesto en la presidencia del estrado, el presidente de las Cortes y de los Consejos del Reino y de Regencia, Rodríguez de Valcárcel, procedió a tomar juramento al nuevo rey según lo dispuesto en la Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado: "Juro por Dios y sobre los Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional". A continuación, Juan Carlos I pronunció su primer mensaje dirigido a la nación, un discurso de apenas doce minutos que contenía referencias esperanzadoras. El monarca declaró el inicio de "una nueva etapa en la historia de España", manifestó su deseo de alcanzar un "efectivo consenso de concordia nacional" y su intención de integrar a "todos los españoles", admitió la existencia de "peculiaridades regionales", la necesidad de realizar "perfeccionamientos profundos", el "reconocimiento de los derechos sociales y económicos" y la apuesta decidida de la Corona por la integración en Europa.

Pero esas frases no fueron las más celebradas por los concurrentes. La crónica de La Vanguardia recogió el detalle de la duración de los aplausos que interrumpieron el discurso del Rey. Treinta segundos cuando recordó con respeto y gratitud la figura de Francisco Franco, diez segundos después de invocar el buen nombre de su familia y la tradición monárquica de cumplimiento del deber y de servicio a España, diecisiete segundos cuando subrayó "las peculiaridades nacionales y los intereses políticos con los que todo pueblo tiene derecho a organizarse de acuerdo con su propia idiosincrasia". La interrupción más larga, treinta y cinco segundos, llegó después de que el Rey recordara la lucha "por restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio", una de sus más firmes convicciones. Los últimos aplausos no fueron para él. Al terminar el discurso, y después del grito unánime de "¡Viva España!", todos los procuradores y consejeros nacionales se volvieron hacia la tribuna de invitados para ovacionar durante veinte segundos a Carmen Franco Polo, "un último homenaje al Generalísimo Franco". En el mismo periódico, el dibujante Máximo San Juan publicó una viñeta con un mapa de España con terciopelo bordado sobre el que descansaba la corona y el cetro, y añadió un texto que resumía bien las esperanzas y las preocupaciones de quienes, fuera del hemiciclo, esperaban encontrar en las primeras palabras del Rey gestos que pudieran interpretarse como una apuesta por el cambio hacia una sociedad democrática.

(...) Pocos signos de cambio se pudieron ver en esos días. En el salón de columnas del Palacio de Oriente seguía abierta la capilla ardiente de Franco. Según las crónicas, ya habían pasado más de trescientas mil personas a despedir al dictador, y en las tiendas de confección de Madrid se habían agotado las existencias de corbatas negras. El mensaje del Rey a las Fuerzas Armadas, "salvaguarda y garantía" de las Leyes Fundamentales, volvía a hablar de las "virtudes de nuestra raza" y prometía la defensa "a cualquier precio de los enemigos de la Patria". Al día siguiente, el domingo 23 de noviembre, en el funeral de Estado, el cardenal primado de España y arzobispo de Toledo, Marcelo González Martín, recordó la comunión de la espada que Franco entregó un día al cardenal Gomá y la cruz que iba a coronar su tumba, dos símbolos que habían protagonizado "medio siglo de la historia de nuestra patria", y subrayó el deber de conservar la "civilización cristiana, a la que quiso servir Francisco Franco, y sin la cual la libertad es una quimera" y que el hombre muere "ahogado por un materialismo que envilece". Entre los mandatarios extranjeros, ausentes los representantes de las democracias europeas, destacaba la capa gris del general Augusto Pinochet. El dictador chileno alabó al "Caudillo que nos ha mostrado el camino a seguir en la lucha contra el comunismo", contra "el marxismo que siembra el odio y pretende cambiar los valores espirituales por un mundo materialista y ateo".

El recuerdo permanente de la Guerra Civil presidió el funeral del "Generalísimo". El cortejo fúnebre que salió del Palacio de Oriente llegó hasta el Arco de Triunfo de la Ciudad Universitaria y desde allí emprendió el camino hacia la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. La multitud congregada en la explanada exterior entonó el Cara al sol, el Oriamendi y el himno de la legión, con la presencia destacada de grupos de ex combatientes, que iban a ser recibidos por el nuevo Rey en su primera recepción oficial. En el interior del templo, detrás del altar mayor, esperaba la fosa abierta junto a la tumba de José Antonio Primo de Rivera.

(...) Lo que entonces empezaba no tenía un curso fijo ni un plan determinado. Había tanta ilusión esperanzada y expectación como ambigüedad e incertidumbre. Todo el mundo, dentro y fuera de España, salvo los nostálgicos del espíritu del 18 de julio, reconocía que se iba a abrir una nueva época histórica, que a corto o a medio plazo el cambio político sería inevitable, pero eran muy pocas las coincidencias en torno a la manera de llevar adelante ese proceso, quiénes serían sus protagonistas y cuál sería su alcance y resultado final. Desde luego, el grueso caparazón del régimen franquista que controlaba el poder no contenía el embrión de la democracia y tampoco el nuevo jefe del Estado ofrecía las mejores garantías. Al PSOE no le había sorprendido el mensaje del Rey en las Cortes, que a su juicio renovaba su compromiso con la dictadura. En octubre del año anterior, el congreso del partido había subrayado su apuesta por la república como forma de Estado. Para Santiago Carrillo, el dirigente del PCE, el nuevo monarca pasaría a la historia como Juan Carlos "el breve". En aquellos momentos, la oposición democrática no se planteaba otro escenario que no fuera el de la ruptura política, la movilización social y la constitución de un Gobierno provisional sin ataduras con el pasado.

En el discurso de su proclamación, el Rey había basado su legitimidad en tres principios diferentes: la tradición histórica, las leyes fundamentales del Reino y el mandato del pueblo. Pero lo cierto es que la corona no le llegaba por sucesión real -el derecho al trono seguía en manos de su padre, don Juan, que permanecía en el exilio- y que los parlamentarios que le escuchaban en las Cortes no representaban, ni mucho menos, la voluntad de la soberanía nacional. Su única legitimidad en esos momentos, por tanto, procedía del testamento político del dictador, de la legalidad franquista vigente. Si quería salvaguardar la monarquía, tenía que servirse de ella para iniciar un proceso de reforma, controlado desde el interior de las instituciones, que permitiera la creación sin sobresaltos de un régimen representativo homologable dentro del marco político europeo. Un difícil equilibrio entre la continuidad y el cambio.

Historia de España en el siglo XX, de Julián Casanova y Carlos Gil Andrés. Ediciones Ariel. Fecha de publicación: 18 de noviembre. Precio: 29,90 euros.

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