martes, 20 de julio de 2010

Un gran heredero

MANUEL RAMÍREZ (CATEDRÁTICO DE DERECHO POLÍTICO)
ABC

No creo constituir excepción entre los españolitos medianamente letrados a quien, cuando formulo la creencia de que la Monarquía es lo que mejor conviene a nuestro país, se le hace el conocido reproche: pero ¿cómo es posible que tú defiendas un sistema en el que una persona tenga derecho al Trono por el simple hecho de «ser hijo de su padre»? ¡Sin que lo haya elegido el pueblo soberano! Y, por supuesto, las preguntas y «aclaraciones» se suceden, si bien con no mucha originalidad. ¿Es que no estamos en una democracia? Y en una democracia, ¿la decisión no la tiene siempre el pueblo, que es el titular de la soberanía y que la manifiesta, fundamentalmente, a través del sufragio universal? Y como en algo hay que ceder en la actual situación de nuestro país, vienen las transitorias «concesiones»: «Yo no soy monárquico, sino juancarlista». Al actual Monarca hay que admitirlo por lo mucho que hizo en la Transición a la democracia, primero, y en un 23-F después. Y, claro está, si de esta forma de pensar no se sale, la consecuencia se ve llegar.

Y esa consecuencia apunta directamente al futuro más o menos próximo. De nuevo se cae en otra posición no menos simple. «Otra cosa es el Heredero, por muy establecido que esté en la vigente Constitución». ¿Por qué no se sometió a referéndum en su día y en forma aislada este tema? ¿Dónde está entonces la democracia? Con nueva «concesión»: el actual Príncipe Heredero tiene que ganarse el derecho a reinar. Lo que se requirió al padre hay que exigirloigualmente al hijo. Y todo ello por no entrar en el tema de «las circunstancias». La previa designación que Franco hiciera en su día, algo que, al parecer, constituyó algo fundamental para algún sector del Ejército. El apoyo que entonces obtuvo Juan Carlos en las grandes potencias internacionales. La creencia, luego no confirmada, de que «las cosas no iban a cambiar mucho». Y así un largo rosario para justificar a uno y, a la vez, cuestionar a otro.

Ocurre que, desde esta monocorde cantinela, cualquier tipo de respuesta puede resultar inservible. Hay que ir al fondo de la cuestión. Y aunque resulte no muy popular, el punto de partida consiste en la afirmación de que la democracia, con el sufragio universal a ella unido, no es el principio de la legitimación de la Monarquía. Y ello pese a la universalización que tal principio democrático adquiere como resultado de la Segunda Guerra Mundial. Y por esa universalización, desde entonces lo democrático pasó a ser lo generalmente admisible. Pero si eso es cierto, no lo es menos que la democracia tiene su ámbito. Ni está ni puede estar como único principio de legitimación y funcionamiento en todos los sectores y en todas las funciones de la realidad política y social. En la Universidad debe primar la meritocracia. En las competiciones deportivas no se somete a votación del público quién resulta vencedor. El Ejército tiene que respetar y hasta defender una democracia establecida, pero su funcionamiento interno no puede ser democrático. En el terreno religioso, la fe ocupa el primer puesto. Y así seguiríamos con otros muchos ejemplos.
Y en la Monarquía, el principio legitimador es el de la establecida sucesión. Una vez fijado, por las leyes o por la costumbre, el debido orden sucesorio, tiene pleno derecho a reinar quien suceda naturalmente a quien hoy reina. Sin más. Por ello, el sucesor, de entrada, no tiene «que ganarse nada». Deberá intentar obtener el mayor beneplácito de la opinión pública. Los ciudadanos gustan de Príncipes que conozcan sus problemas, aunque constitucionalmente no puedan resolverlos, que se acerquen a la España real y aprovechen para ello cuantos viajes resulten necesarios. Que oigan, escuchen y tomen buena nota de la situación de cuanto constituye la sociedad. Y todo ello de forma muy directa, sin conformarse únicamente con lo que le puedan decir las autoridades autonómicas. Es sabido que incomprensiblemente nuestra actual Constitución alude de forma harto escasa al Príncipe Heredero y deja sin regulación la naturaleza misma de una figura de notoria importancia: funciones, atributos, sentido de la representación del Rey, etc. Algunos constitucionalistas han señalado la necesidad de una breve consideración, quizá en una Ley Orgánica con pocos artículos. En este aspecto, coincidimos plenamente con esta necesidad defendida en no pocas ocasiones con el llorado Sabino Fernández Campo. Pero entendemos que, pese al casi olvido constitucional, el Heredero, «per se» y en razón de su «auctoritas», debe y puede desempeñar actividades de mayor alcance.

En el caso de la España de nuestros días, el país tiene, por fortuna, un Príncipe Heredero con una magnífica preparación válida para sus funciones de hoy y de mañana. Quizá Don Felipe de Borbón constituya el Heredero a la Corona mejor preparado y con el más completo currículo de nuestra reciente historia política. Piénsese que nuestro futuro Rey, y en lo que se nos alcanza, terminado su Bachillerato realizó los estudios preuniversitarios en un prestigioso College de Ontario (Canadá).
Vuelto a España, cumple con el importante paso por las Academias Militares de tierra, mar y aire, largo tiempo durante el cual, a más de la obtención de los títulos y despachos correspondientes, se familiariza con la vida castrense, algo de lo que se va a sentir profundamente dichoso. Nuestro Heredero, con los ascensos posteriores debidamente obtenidos, es también un militar que bien conoce a nuestro Ejército. A ello le sigue una necesaria y brillante formación académica. Cursa los estudios de Derecho y Económicas en la Universidad Autónoma de Madrid, recibiendo saberes de ilustres maestros. Por pura casualidad, uno de ellos, el profesor Francisco Murillo Ferrol, catedrático de Derecho Político, lo fue también en su día de quien estas líneas escribe. Y esta también larga etapa formativa se cierra con un máster de dos años en Estados Unidos, concretamente en Georgetown (por cierto, donde también se han formado algunos presidentes de aquella nación), con especial dedicación a la temática de relaciones internacionales. Dominando perfectamente cuatro idiomas, representa en pocas ocasiones a nuestro país en múltiples actos de alcance mundial y por deseo del Rey. Y, a la vez, sigue visitando toda nuestra geografía nacional, de Este a Oeste, por la gran diversidad de actos que preside. Con el desarrollo de los Premios Internacionales de la Fundación que lleva su nombre, el conocimiento y el prestigio de Don Felipe de Borbón tienen hoy, sin duda, un alcance que, repetimos, ningún otro Heredero ha poseído en nuestro país.

¿Se puede pedir más? ¿Qué es eso y en qué queda lo de que «se lo tiene que ganar»? Bueno, claro, para los no convencidos: la elección previa. En nuestra historia política reciente no ha habido nada más que un caso de un Rey elegido por las Cortes: el de Amadeo de Saboya. Pues bien, el 11 de febrero de 1873, y tan solo con dos años de reinado, envía un mensaje al Congreso renunciando a la Corona. Merece la pena una breve alusión a las razones que le llevan a tal decisión: «entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos(…) es imposible atinar cuál es la opinión verdadera y más importante todavía hallar el remedio para tamaños males». Y no hay que olvidar que por razones parecidas, aunque revestidas de legalidad, se destituyó a Niceto Alcalá Zamora como presidente de la Segunda República.

La pregunta es insoslayable. ¿Es eso lo que se desea para nuestro futuro? ¿Un Rey sometido, en su origen y después, a las variantes disciplinas de los partidos mayoritarios o de los pactos entre ellos? Si así ocurriese, ni sería Rey de todos los españoles ni se podría hablar de «arbitrar y moderar». Y hasta podríamos tener un nuevo Rey cada dos o tres meses. ¿O estoy en el error?

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