sábado, 1 de enero de 2011

El rumbo de la monarquía: del carisma de Don Juan Carlos a la institucionalización

José Antonio Zarzalejos
El Confidencial

Los pasajes más significativos del mensaje navideño del Rey, escasamente glosado editorialmente por los medios de comunicación, fueron, sin duda, los que aludían a su voluntad de seguir "cumpliendo siempre con ilusión mis funciones constitucionales al servicio de España" porque para Don Juan Carlos esa misión "es  mi deber, pero es también mi pasión", y la mención expresa al Príncipe de Asturias por su "activo apoyo".

A lo largo del pasado año hemos observado por primera vez a un Don Juan Carlos intervenido quirúrgicamente en un pulmón de una tumoración benigna pero no inocua de la que ha experimentado una recuperación lenta y trabajosa. Hemos pasado de un Rey dinámico, dicharachero y sonriente, a un monarca al que se le nota la pesadez de los años en su forma de moverse y de comportarse. En definitiva, hemos percibido a un Jefe del Estado cansado tanto por la convalecencia como por la consciencia de que el tiempo no transcurre en balde y, con el país en marasmo, hay que abordar la definitiva institucionalización de la monarquía para que navegue en la historia próxima de España sin necesidad de titulares excepcionales.

La especial idoneidad de Don Juan Carlos

La Corona, institución que encarna la Jefatura del Estado, con unas muy concretas funciones constitucionales,  tiene desde 1975 un titular dotado de atributos políticos y personales que le procuran una perfecta idoneidad para las responsabilidades que ejerce. Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, nieto y bisnieto de reyes e hijo del Conde de Barcelona -mal llamado por la cortesanía Juan III para zaherir al vástago que recibió el mandato del franquismo, revalidado luego por la Constitución de 1978- ha sido y sigue siendo un rey carismático, es decir, atesora una especial capacidad para atraer y hasta fascinar, que así define el diccionario de la RAE el carisma. Ese carisma reside en el depósito de sapiencia dinástica que acumula, pero también y quizá sobre todo, en un comportamiento patriótico que los ciudadanos calibran muy bien al otorgar a la monarquía una alta valoración. Hasta en los célebres papeles de Wikileaks se hace referencia al Rey como un hombre que siempre se situará con los intereses de España. Más allá del 23-F y de su decisiva intervención y mucho más acá de las publicaciones -unas verosímiles y las más, fantasiosas- que atribuyen al Jefe del Estado conductas privadas o públicas cuestionables, Don Juan Carlos ha obtenido el respeto general. Y como muestra vale un botón: los medios de comunicación -hasta los más críticos con la Monarquía y su titular-evitan, salvo excepciones, hacerse  eco de la riada de rumores,  maledicencias y medias verdades acerca del Rey y de su entorno.

Don Juan Carlos ha cometido, sin duda, algunos errores. Pero son tantos y tan importantes sus aciertos -y en particular, el mantenimiento de la instancia que representa en el ámbito de sus funciones constitucionales- que el carisma del Rey se acrecienta a medida que se le observa más débil y más cansado. Consciente -porque el monarca es un hombre lúcido- de que esa sensación se extiende en la opinión pública, ha querido subrayar que sigue al frente de su encargo constitucional no sólo en cumplimiento de un deber sino porque hacerlo es para él "una pasión". Ese sentimiento pasional del Jefe del Estado es más necesario que nunca porque la institución que encarna se dirige a una profunda transformación que ha de cuajar en el Príncipe de Asturias que carece de los atributos carismáticos de su padre aunque atesore ventajas sin comparación histórica: es el heredero de la Corona más preparado en todos los sentidos, con experiencia política, con un acervo de contactos internacionales de primer orden y, como hemos podido observar, entregado por completo a la misión constitucional que le espera. Pero Don Felipe no tendrá -afortunadamente- un 23-F para legitimarse; ni habrá sido el monarca de la restauración, ni del impulso a la democracia después de cuarenta años de franquismo, ni el hombre experimentado que transitó por una infancia difícil y una juventud convulsa, ni el Príncipe que se casó por razones de Estado sino sentimentales y emocionales, ni, en fin, el heredero que podrá sustituir los vacíos constitucionales que afectan a la monarquía como lo ha hecho y lo hace su padre a base de buen sentido e instinto. No porque no los tenga, sino porque en el futuro la sociedad española se adherirá de forma mayoritaria a la monarquía, pero no a la carismática sino la institucionalizada.

La abdicación está descartada

Algo se ha hecho en ese sentido. La Corona ha ganado en verticalidad -se concentra en los Reyes y en los Príncipes de Asturias, extrayendo del foco a las infantas y familiares colaterales-, sus intervenciones políticas están más medidas y profesionalizadas y la Casa del Rey, como estructura de apoyo a la Jefatura del Estado, aun disponiendo de más recorrido, ofrece al Rey y al Príncipe una cobertura cada vez más atinada. Sin embargo, la imposibilidad política actual de modificar la Constitución (artículo 57) para suprimir la prevalencia en la sucesión del varón sobre la mujer -¿qué ocurriría si los Príncipes de Asturias tuvieran un hijo?- y la ausencia de una Ley Orgánica, también prevista en la Carta Magna, que regule todos los aspectos que afectan a la sucesión, son vacíos graves. Además, deben consolidarse usos y costumbres -como sucede en otras monarquías europeas- que aquí aún se mueven en el terreno del voluntarismo: cómo se engarzan los pronunciamientos del Rey con la política del Gobierno constitucional; hasta qué punto el monarca dispone de auctoritasefectiva -no hablamos de potestas- en designaciones y nombramientos más allá de los que le corresponden en el ámbito de su Casa; cual es la manera en que  el Rey y el Príncipe han de utilizar los idiomas cooficiales en España y tantas otras cuestiones que van conformando un corpus que confiere entidad constitucional y consuetudinaria a la Monarquía.

Los avatares por los que han transitado algunos miembros de la Familia Real en su vida privada y miembros de la familia del Rey -conceptos distintos el primero y el segundo- en referencia a actividades profesionales, alguna excesiva sobreexposición mediática de la Princesa de Asturias en soportes informativos que disminuyen su dimensión institucional en la medida en que su figura queda vinculada a aspectos banales, son circunstancias que han de corregirse. Porque siendo menores sirven para que desde fundamentalismos de derecha -que reclaman al Rey intervenciones que serían inconstitucionales- o de izquierda -que hacen gala de un republicanismo nostálgico y radical-, se rentabilicen contra el Rey y la institución.

 Mientras Don Juan Carlos reine -y a tenor de lo que afirmó el Rey, confirmó la Reina en un reciente libro y dadas las circunstancias por las que atraviesa el país, la abdicación está descartada- se mantiene un pacto o una convención implícita basada en el carisma y los méritos del monarca. Cuando falte, esa protección voluntariamente asumida por muchas instancias políticas, sociales y mediáticas dejará de existir. Por eso, impulsar la plena institucionalización de la Corona que ha de sustituir en el futuro el reinado carismático de Don Juan Carlos, es más necesario que nunca.

 Es urgente, porque aunque el Rey siga siéndolo pasionalmente y cuente con el "activo apoyo" del Príncipe de Asturias, el tiempo transcurre con un Gobierno -el actual- que no ha trabajado lo exigible la proyección de la Jefatura del Estado y no  ha evitado al monarca desgastes innecesarios. Porque ¿desde hace cuántos meses no se produce un visita de Estado a España o de los Reyes a otros Países?, ¿hay precedente de que el Rey no sea acompañado por el presidente del Gobierno a la última cumbre iberoamericana? ¿De cuando el Rey ha de salir en defensa del presidente del Gobierno exigiendo silencio en público a otro jefe de Estado como ocurrió con Chávez?

 Muchos ciudadanos perciben -percibimos- que el Rey merece, tanto en su indisimulado cansancio como en su pasional entrega, una seguridad institucional para la monarquía que los vaivenes de nuestra construcción constitucional no le han deparado todavía en la medida que aconseja la estabilidad de la institución y de la propia forma de Estado. Y esa situación añade un riesgo más a los muchos que no acechan.

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