miércoles, 27 de abril de 2011

Vigencia de la Monarquía

POR TRISTAN GAREL-JONES

ABC

¡TENEMOS boda! Este viernes se casa Su Alteza Real el Príncipe Guillermo con la señorita Kate Middleton. No intentaré competir con la prensa del corazón especulando sobre el traje de la novia, la lista de invitados (y no invitados) ni demás elementos del evento. Cualquier lector de la revista «¡Hola!» estaría mucho mejor informado que yo.

Basta con decir que, a partir del viernes en el caso improbable de encontrarme yo con la Princesa Catalina me pondría en posición firme, inclinaría la cabeza y me dirigiría a Su Alteza Real en tercera persona. ¿Por qué? ¿No representa este tipo de comportamiento una sociedad elitista, deferencial y contraria a los valores más esenciales de la igualdad del hombre y la mujer en la sociedad democrática?

Todo lo contrario. El sistema monárquico tiene una serie de ventajas democráticas que el sistema republicano no puede igualar.

La primera y quizá la más importante: en una democracia abierta y plural es difícil y desaconsejable que ningún partido esté permanentemente en el poder. La alternancia es un ingrediente básico del sistema. Y es importante que así sea.

El Monarca representa los valores permanentes en un país y además, al ostentar la jefatura del Estado, coloca a los políticos donde les corresponde estar —como servidores temporales de su país y de su pueblo—. Me explico. Durante trece de los últimos catorce años hemos tenido en mi país un Gobierno socialista. Para quienes no militamos en esas filas (seamos conservadores, liberales o de otros partidos minoritarios) siempre hemos sabido que nuestro país —nuestra Patria— en última instancia no estaba representada ni por Tony Blair ni por Gordon Brown (servidores temporales de su pueblo) sino por nuestro jefe de Estado —la Reina Isabel II—. Hoy los militantes socialistas y otros, mientras «sufren» bajo el Gobierno de David Cameron saben que él también es un mero servidor temporal.

Es muy fácil que un político en el Gobierno pueda terminar pensando que él es «muy importante —imprescindible incluso—». Las personas de su círculo inevitablemente aplican algún masaje a lo que ya de por sí suele ser un «ego» bastante desarrollado. Durante mi propia carrera política me tocó un cargo que, además de mis deberes oficiales, implicaba un trato relativamente frecuente con mi Reina (carta diaria y audiencias con cierta regularidad). Puedo decir que jamás, ni por gesto, ni por tono de voz, ni tema de conversación Su Majestad (siempre con cortesía) me dio a entender que sentía la menor preferencia o inclinación hacia mi propio partido. Es más, terminada mi carrera política, creo con seguridad que si Su Majestad se cruzara conmigo en un supermercado no sabría ni quién era yo. ¡Así de «importante» soy en el Estado! De ella, y de sus preferencias personales, sólo me consta que le gustan los perros.

Sólo hay una persona en la clase política británica que es amigo de la Familia Real. Le viene de antes. Y no habla nunca de ello.

El sistema republicano cojea gravemente de esta pata. Hay presidentes simbólicos. Normalmente políticos de segunda división. Sin caer en la descortesía de nombrarlos, dudo que más de un 1 por ciento de la población europea sea capaz de nombrar los jefes de Estado de nuestros socios europeos que tienen este tipo de Presidencia. Luego hay presidentes políticos ejecutivos —¡no nombro a nadie!—, pero cuando caen en la impopularidad —cosa frecuente— esa falta de estima recae sobre el Estado. Ni el uno ni el otro son capaces de representar esa unidad de Estado que debe estar por encima de las batallas políticas del día a día.

Hace poco hubo una manifestación en Londres organizada por el Movimiento Republicano Británico delante del Palacio de Buckingham. Asistieron 25 personas. ¡Y hubo un despliegue de dos policías para controlarlos!

Finalmente, la Nación Estado y el concepto de soberanía nacional no son unos conceptos fijos e inamovibles, sino todo un proceso en evolución. Hace mil años Europa estaba gobernada por Reyes y Emperadores absolutos —principados y condados— que gobernaban por «derecho divino» sobre sus siervos. En el año 1648 se firma el Tratado de Westfalia cerrando así la llamada Guerra de los Treinta Años. Ahí, por decirlo en lenguaje moderno, los grandes señores reparten y subdividen sus feudos y empiezan a emerger naciones-estado tal como las conocemos hoy en día. Hay que recordar que Alemania tan sólo se unió en el año 1871 e Italia, en 1868.

El siglo XX se caracteriza por unas rivalidades y luchas casi «machistas» y sangrientas entre las naciones. Luchas tan terribles que inspiraron a los fundadores de la Unión Europea a buscar nuevas formas de convivencia. La UE, en definitiva, es un experimento constitucional donde buscamos la manera de compartir nuestras respectivas soberanías (en el sentido westfaliano de la palabra) con nuestros vecinos.

El secreto y, a la vez, el desafío consiste en fomentar ese sentido de solidaridad sin perder la sensación de pertenencia de valores compartidos y de cohesión social que da la nación. Lentamente vamos dejando atrás ese terrible lema «mi patria, con razón o sin ella».

No quisiera yo faltar al respeto a países republicanos que a fin de cuentas son mayoría en el mundo. Pero, si tomamos el ejemplo de ese gran país que es Australia —país que va a pesar cada vez más en el quehacer mundial en el siglo XXI—, vemos claramente el dilema. Por un lado, comprendo que algunos cuestionan que su jefe de Estado sea una señora respetable y muy respetada, pero cuyo domicilio está en la otra punta del mundo. Por otro lado, el republicanismo abre una caja de Pandora que da qué pensar —¿presidente ejecutivo o simbólico?, ¿elegido por votación popular? ¿nombrado por la elite política?—. Nada fácil.

Suerte tiene el Reino Unido y suerte tiene el Reino de España de contar con dos familias que han vivido nuestras historias y nuestras penas en su propia carne. Suerte tenemos de que nuestras clases políticas bajo Monarquías constitucionales no pasan de ser meras figuras efímeras, por mucho prestigio personal que atesoren. Y de que nuestras naciones y sus valores más profundos están representados por nuestros soberanos.

Por todo ello, el novio de esta joven pareja que mañana se casa, tendrá que asumir algún día la jefatura del Estado. Y ambos tendrán que simbolizar aquello que es lo más esencial de su patria.

Barrunto que la manifestación pública en las calles de Londres y delante de Buckingham Palace este viernes superará con creces los 25 republicanos de hace unas semanas.

LORD GAREL-JONES FUE MINISTRO DE ASUNTOS EUROPEOS Y VICECHAMBELÁN DE LA CORTE, TESORERO REAL Y CONTROLADOR DE LA CASA DE SU MAJESTAD BRITÁNICA

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