sábado, 20 de julio de 2013

El adiós de un rey al que nadie esperaba

La Vanguardia

La rama belga de la dinastía de los Sajonia-Coburgo lleva fama de
tozuda, de empecinada. Este rasgo ha sido ha sido poco visible en
Alberto, el sexto de los reyes que ha brindado a este complicado país,
salvo a la hora de despedirse... El rey está cansado, se siente mayor
y la salud no le acompaña. Quería abdicar. Por eso, a pesar de los
ruegos de los políticos, el 3 de julio impuso su voluntad y anunció su
renuncia para dejar paso al heredero, su hijo Felipe, de 53 años.

"No es por el cansancio sino por la presión psicológica que tuvo en la
negociación del actual gobierno", explica un ex primer ministro
belga.Y así, Alberto, el rey que nunca puso pegas a los políticos como
sí hizo su hermano Balduino -contrario a hacer de Bélgica un Estado
federal y a la ley del aborto-, ha dicho adiós.

Ha sido un rey al que nadie esperaba. Segundo hijo del rey Leopoldo
III, nació el 6 de junio de 1934, día de la fiesta nacional de Suecia.
Fue una alegría adicional para su madre, Astrid, natural de ese país,
que moría un año después en accidente de tráfico. Cuentan que al
pequeño Alberto le costó aprender hablar: así manifestaba su dolor por
la pérdida de su madre. Su hermano y él pasaron los primeros años de
la invasión alemana de Bélgica confinados en palacio. Luego el
ejército los trasladó a Austria, donde los liberaron los americanos en
1945. La negativa de varios partidos a que su padre, Leopoldo III,
volviera a Bélgica tras haber desobedecido las órdenes del gobierno y
se rindiera antes de tiempo ante Alemania les obligó a vivir exiliados
en Suiza hasta 1950.

La llamada cuestión real se resolvió ese año con la abdicación de
Leopoldo en su hijo, Balduino, de 19 años, el rey triste. Alberto, de
carácter más mundano que su hermano, amante de las motos y los yates,
llevó una despreocupada vida principesca durante su juventud. Al fin y
al cabo, su hermano reinaba y algún día tendría un hijo que le
sucedería.

Fue en Roma donde conoció a Paola Ruffo di Calabria, una estilosa
noble italiana de rabiosa belleza. Se casaron en 1959. Enseguida
llegaron los hijos -Felipe, Astrid y Lorenzo- y enseguida el
matrimonio se agrietó. Para disgusto de los muy católicos reyes
Balduino y Fabiola, los rumores de relaciones extramatrimoniales
perseguían a la pareja. Junto con el personal de palacio, los reyes se
hicieron cargo de educar a los niños, en especial a Felipe.

Alberto y Paola ocuparon plantas distintas del Belvedere e hicieron
vidas separadas durante 18 años. El cantante italiano Adamo le dedicó
una canción, Dolce Paola, que no hizo sino acrecentar las habladurías.
Algo tenían de cierto al menos en el caso de él. Años después se supo
de la existencia de una hija, Delphine Boël, fruto de un largo affaire
con una condesa. Los papeles del divorcio llegaron a estar listos
pero, milagrosamente, la pareja se reconcilió. Cuentan que influyeron,
mediante la religión, su cuñada Fabiola y su hija Astrid.

La muerte prematura de Balduino en agosto de 1993 obligó al gobierno a
cambiar el guión y pedir a Alberto que le sucediera. La razón, la
juventud de Felipe y las dudas sobre su preparación. El propio
Balduino se lo sugirió a Alberto un año antes de morir, cuando fue
operado del corazón, afirma el profesor Vicent Dujardin. El nuevo rey
tenía 59 años.

Alberto "no tenía la vocación de sacrificio de su hermano", ni su
"prestigio moral", señala Patrick Roegiers en La Spectaculaire
Histoire des rois des Belges. Pero Alberto pronto encontró la forma de
ejercer su función "sin renunciar a ser él mismo", añade. A Alberto se
le ha visto en las fiestas de Brujas cantando el himno de Flandes, que
habla de que rueden cabezas de reyes... (se escribió pensaron en los
franceses).

Flexible, jovial y buen estratega: son rasgos que se repiten en las
descripciones del rey que se va, un talante útil para mediar entre
flamencos y francófonos. Lo ha hecho a su propio estilo, más suave que
Balduino (el diario Le Soir lo caricaturiza en batín y pantuflas),
aunque le ha tocado lidiar con escenarios más complicados. Las crisis
políticas han subido de tono conforme Flandes, la pujante región del
norte, reclamaba avanzar por la vía federal.

En dos ocasiones se ha visto al rey enfadado. La primera, en el 2006,
cuando en pleno auge del partido racista y separatista Vlaams Blok
arremetió contra el "separatismo nefasto y anacrónico"; el gobierno de
la época le llamó al orden y le recordó su obligación de ser neutral
en política. Alberto también se mostró enfadado en su discurso de la
fiesta nacional del 2011, cuando el país llevaba ya un año sin
gobierno y los políticos parecían no tener prisa por remediar la
situación.

"El rey ha trabajado muy bien por la armonía en nuestro país. Es un
hombre que se parecía a sus ciudadanos", ha dicho de él la socialista
Laurette Onkelinx, vicepresidenta del gobierno federal. Alberto no ha
querido, o no ha podido, tapar los trapos sucios de su familia, en
especial los de su desvergonzado hijo pequeño y los suyos propios. En
el discurso de Navidad de 1999 admitió a los belgas que su matrimonio
pasó por una crisis e, implícitamente, la existencia de una hija.
Ahora nadie entiende porqué se niega a reconocerla oficialmente, como
Delphine le pide en los tribunales. ¿Será por influencia de la reina,
como se dice (cherchez la femme, susurran), o por la legendaria
cabezonería de los Sajonia-Coburgo?

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