sábado, 22 de marzo de 2014

Adolfo Suárez, el político de las cuatro palabras

Fernando Ónega

La Vanguardia

Fue el hombre oportuno para el momento más necesario. Fue el hombre adecuado para la inmensa aventura de conducir un país desde un sistema dictatorial a una democracia plena. Fue una genial intuición del rey Juan Carlos, que, cuando decidió designarlo presidente, se jugó literalmente la Corona. Pero lo conocía muy bien. Sabía que era bastante del régimen franquista como para no soliviantar al búnker de la resistencia. Sabía que era lo bastante abierto como para legalizar al Partido Comunista. Sabía que era bastante seductor como para encabezar una gigantesca operación de consenso. Sabía que era bastante leal como para dejar la piel en consolidar la monarquía. Y sabía que era lo bastante osado como para ponerse al día siguiente a desmontar el franquismo y toda su poderosa estructura de poder. Os estoy hablando de Adolfo Suárez González, al que suelo definir como el último héroe nacional.

Aquel chusquero de la política, como le gustaba calificarse, era un personaje mediano cuando llegó a la presidencia del gobierno. No tenía la talla intelectual de un Fraga, ni el atractivo ideológico de un Felipe González, ni la prestancia exterior de un Areilza. Se consideraba a sí mismo un desclasado, porque no estaba en la lista de ninguna élite, ni económica, ni intelectual, ni procedía de una familia de abolengo. Era pura clase media, de extracción provinciana, formación religiosa, casado con la chica bien de la comarca y con recursos tan escasos que tuvo ganar el pan como porteador de maletas en una estación de tren. Pero había mamado la política. La llevaba en la sangre. No valía para otra cosa ni vivía para otra cosa. La política no fue su vocación; fue su pasión.

Su ejecutoria se puede resumir en cuatro palabras: valentía, diálogo, dignidad y generosidad. Sobre esas cuatro palabras construyó todo lo que hoy tenemos en la España política, desde la Constitución al Estado de las autonomías, o desde la reforma fiscal a la ley del divorcio. Todo lo hizo él en unos años trepidantes y en las peores condiciones: en medio de una crisis económica agobiante; cercado por todos los terrorismos; amenazado por los movimientos militares, aquel sórdido ruido de sables que desembocó en el 23-F; con el apoyo de un partido político de puros personalismos; con una oposición dura en la parte final de su mandato, y con una opinión pública que le abandonó (o le acompañó) en su caída en el desencanto.

Digo la palabra valentía y quizá sería más exacto hablar de osadía y más elegante hablar de audacia. Fue osado para enfrentarse a los militares hasta el punto de decirle al general De Santiago: "Le recuerdo que la pena de muerte sigue vigente en el Código de Justicia Militar". Fue audaz en acciones históricas como la legalización del Partido Comunista, que afrontó en soledad, haciendo que el gran motor, el rey Juan Carlos, no apareciese detrás de aquel enorme desafío. Fue un atrevido en la operación Tarradellas. Y fue un valiente en el desmontaje del viejo régimen, a veces con acciones propias de un comando, como cuando decretó la extinción del Movimiento Nacional o cuando ordenó retirar el inmenso yugo y flechas que cubría la fachada de Alcalá 44. Era tan audaz, tan valiente y tan osado que le empezaron a llamar el Chuletón de Ávila.

Escribo la palabra diálogo, porque fue el político que más lo practicó en la historia reciente de España. De las 24 horas del día, 20 las dedicaba a hablar. Habló con todo el mundo, incluso de forma clandestina y ocultándose de la policía, todavía franquista. Buscó el acuerdo con todos los partidos políticos. Entendió la transición como una operación de seducción y así logró consensos nunca vistos y nunca repetidos: la Constitución, los pactos de La Moncloa, la aceptación del registro de partidos, la sumisión de los republicanos históricos a la monarquía...

Logró la complicidad absoluta con Santiago Carrillo, que llegó a convertir en confidente y ayudante en momentos delicados. Juntos adquirieron compromisos que salvaguardaron la paz civil en momentos dramáticos. Con Felipe González fue una relación más desconfiada, porque era el combate entre el dueño del poder y el aspirante y hubo que llegar a situaciones de amenaza, por ejemplo con la posibilidad de crear otro partido socialista desde el gobierno. Con la derecha clásica, sencillamente, nunca se entendió bien. Al principio, porque Fraga lo menospreciaba. Después, porque el mismo Fraga fue utilizado por Felipe González para desprestigiar el liderazgo de Suárez con aquello de "a usted le cabe el Estado en la cabeza".

Recuerdo su dignidad, dignidad de Estado, demostrada cuando se preparó para que lo mataran si lo secuestraba ETA, porque no soportaba la idea de que un presidente de gobierno pudiera ser objeto de chantaje terrorista. Y también cuando se quedó sentado en su escaño en el golpe de Estado, porque prefería morir de un disparo que humillarse en el suelo ante un golpista. "El Estado no podía tirarse al suelo", repetiría años después.

Y desprendía generosidad, pero compartida. La transición fue un éxito porque hubo un ejercicio colectivo de generosidad: de los exiliados que a su vuelta no tuvieron una palabra de revancha; de los encarcelados que salieron a la calle dispuestos a olvidar y colaborar; de los demás líderes políticos, que estuvieron dispuestos a renunciar a algo para que aquello saliera bien. Es fácil suponer que, si el presidente del gobierno no diese el primer ejemplo de renuncia y de capacidad de ceder, no hubieran sido posibles los pactos ni el clima general de concordia. El resto lo aportó el miedo: el miedo a repetir la historia, que fue un compañero incómodo, pero compañero, de la transición.

¿En qué falló Suárez? En varias cosas. La más tonta, en no tener madera de líder de partido, lo cual le condenó a una sensación de caos permanente en la UCD, debidamente ayudado. La más sorprendente, en su miedo escénico al Parlamento. Parece increíble que un hombre tan seductor, tan convincente y tan elocuente huyese de la tribuna como él huía, pero así fue. El gran deterioro de su liderazgo se produjo en su investidura de 1979: al negarse a defender su propio programa de gobierno y delegar en sus ministros resultó un desastre de imagen. Él mismo reconoció que había sido su gran error.

A partir de ahí, la decadencia y el cerco, la entrada en la pendiente de la soledad y la dimisión. Dimitió por todo: por cansancio, por el abandono de su partido, por la feroz oposición socialista, por la presión de los medios informativos, por un desamor que intuyó en el Rey y, sobre todo, para evitar el golpe militar, porque las reuniones de golpistas eran constantes y en algún momento agobiantes.

Su referencia al paréntesis en la vida de España no está escrita por casualidad: es una confesión de que veía el riesgo de un golpe, y era un golpe pensado única y exclusivamente contra él, porque era el traidor que había abierto las puertas a los derrotados en la guerra civil.

Su aventura posterior en el CDS tuvo, sobre todo, mala suerte: era un partido de centro-izquierda cuando la España de centro-izquierda había apostado por Felipe González. Hubiera tenido un futuro importante, a la vista de la necesidad de un partido-bisagra y la crisis de la socialdemocracia; pero no tenía capacidad de resistencia económica ante un futuro demasiado difuso y demasiado lejano. Pero sí sirvió para algo: para demostrar una vez más la generosidad de este hombre, que estuvo dispuesto a ayudar siempre al gobierno socialista, aunque los socialistas le habían asediado con crueldad. No es que les perdonase. Es que, por su experiencia personal, comprendía perfectamente las necesidades del gobernante.

Me han preguntado mucho si este país ha sido justo con él. En principio, no, y creo que por una razón: porque las necesidades diarias, nunca bien atendidas, impedían ver la dimensión histórica de su obra. Más tarde sí, pero no tuvo tiempo de comprobar la gratitud política ni social. Recibió reconocimientos notables como el premio Príncipe de Asturias a la Concordia, fue objeto de unos cuantos homenajes públicos, pero los más importantes testimonios tardaron demasiado en llegar.

Creo que el ejemplo de Alfonso Guerra es elocuente del cambio de opinión de este país: pasó de llamarle "tahúr" a ser el gran defensor de su obra. Guerra es un espejo de un arrepentimiento colectivo por las injusticias anteriores.

Al final de sus días, el Suárez al que habían negado el saludo en misa, al que despreciaba el empresariado por ser obrerista y menospreciaban los progres por ser conservador, estaba viviendo un nuevo esplendor: la justicia histórica hacia su obra, el reconocimiento de su trabajo, el ensalzamiento de su figura. Eso ocurrió cuando había suficiente distancia en el tiempo para apreciarlo, cuando se le podía comparar con quienes le sucedieron y también por un poco de compasión: la compasión hacia el hombre que al final vivió tragedias familiares y su propia tragedia. Él no pudo ver ese renacimiento del respeto a su figura.

El último testimonio suyo que conservo es una carta personal del año 1995. Terminaba así: "De la transición política, de la democracia española, no se puede hablar de vencedores ni vencidos. Esa es nuestra mayor gloria". Se trata de un fantástico resumen de aquella fantástica aventura de la transición que él gestionó y que fue la hermosa aventura de conquistar la libertad.

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